Esta ciudad piamontesa de resonancias históricas y cinturón industrial ceñido, a su vez, por las montañas nevadas de los Alpes, conserva todo el encanto de una urbe centroeuropea con la calidez que Italia otorga a su patrimonio geográfico, humano, gastronómico y cultural.
El jueves por la noche abandoné Brocelandia para volar a esa ciudad hermosa, cuyo amplio centro se halla salpicado de plazas monumentales, edificios del siglo XIX magníficamente conservados, palacios en los que todavía resuenan los ecos de la “unificación” nacional, y estatuas en escorzos inverosímiles o lanzas sobre las que se posan, irreverentes, las palomas bajo la lluvia. El gris de los muros, algo mohosos por las inclemencias del clima prealpino, se veía potenciado por las nubes densas que se extendían como una pantalla de ceniza llorosa. Finalmente las gotas hicieron desaparecer la nieve al convertirla también en parte del paisaje, despojándola de su blancura y solidez.
A orillas del Po los álamos aguardaban, calvos e impertérritos, a que el sol prendiera las llamas verdes de sus brotes -aún no sé en qué mes sucederá eso exactamente- y sus calles, porticadas en muchas de las arterias centrales, albergaban un muestrario de tiendas de ropa (casi todas de alguna marca internacional), cafés antiguos de dulces artesanos y otros que hacían homenaje a la progresía joven de la ciudad (cafés-librería, cines-librería, cibercafés…etc).
Toda la extensión urbanizada se encuentra dominada por la presencia de la Mole Antonelliana, edificio iniciado en 1863 por Alessandro Antonello para formar una sinagoga pero que, finalmente, fue adquirido por el ayuntamiento de Turín en 1878 con la intención de hacer de su aguja un emblema de la ciudad y de la joven nación. Fue terminado en 1889 y durante años se convirtió en la construcción más alta de Europa, con sus 167 metros. Hoy me parece una interesante paradoja que cobije entre sus muros el Museo Nacional del Cine, arte por excelencia no del siglo XIX, sino del siglo XX. (más…)